Cómo nace un lector de poesía
El recuerdo me llega siempre como
debe ser: sin aviso. Una vez que se completa en mi cabeza, la sensación es de
una felicidad sin manchas. Es así: me encuentro a los cinco años de edad
corriendo solo por el camping de los bancarios en Chacras de Coria. Sé que mis
padres andan por ahí, pero no los veo. De pronto, llegan desde los
altoparlantes las estrofas de una canción que provocan que disminuya el paso.
«Dueño de ti
dueño de qué...»
Me detengo por completo, apunto las orejas con total interés y la potencia deforme de la voz del Puma Rodríguez me hace estremecer por la revelación.
«Dueño del aire
y del reflejo
de la luna
sobre el agua.
Dueño de nada...»
Entonces, al escuchar esas palabras, algo dentro de mí se modifica. Hay desasosiego y paz al mismo tiempo. Lo inasible y lo etéreo se aparecieron, sin comprenderlo, en forma de palabras. Fin del recuerdo.
Me detengo por completo, apunto las orejas con total interés y la potencia deforme de la voz del Puma Rodríguez me hace estremecer por la revelación.
«Dueño del aire
y del reflejo
de la luna
sobre el agua.
Dueño de nada...»
Entonces, al escuchar esas palabras, algo dentro de mí se modifica. Hay desasosiego y paz al mismo tiempo. Lo inasible y lo etéreo se aparecieron, sin comprenderlo, en forma de palabras. Fin del recuerdo.
Una vez, alguien me dijo que la
cursilería -como toda cualidad- no es esencia sino circunstancia. Más de un
cuarto de siglo transcurrió para que yo viniese a comprender que, tal vez, ese
fue el primer momento en que capturé la esquiva belleza de las palabras, para
hacerla mía. Aunque solamente por un instante.
Sin embargo, por la acequia de las
afinidades electivas empezó a correr el agua de otras voces (y otros ámbitos).
Cuando mi hermano mayor cumplió sus 15, un iluminado amigo le regaló el
cassette de Parte de la religión, del
genial/inefable/voluptuoso Charly García.
Un hachazo en la cabeza nos hubiera ocasionado menos daños colaterales que
oírle decir a su boca bicolor frases como «Tengo prejuicios que no puedo
sacar/tengo un cuerpo que quiere amarte…», o eso de «Nos divertimos en
primavera/y en invierno nos queremos morir…». Pero cuando todavía nos duraba la
risa con el «Rap de las hormigas», una caja de música imposible comenzó sonar desde
el fondo, luego un piano crudo y la batería que batía el parche como un corazón
oscuro.
«Adela
en el carrousell
y los espejos son sonrisas
la sortija un aparato de amor…»
y los espejos son sonrisas
la sortija un aparato de amor…»
Yo ya tenía la nebulosa edad de 11
años, donde no podía saber que esa extraña Adela estaba también abandonando la inocencia
y que la suma de las metáforas impuras, con dos filosas elipsis (ahora lo analizo),
abrían el juego grato de lo ambiguo, de aquello que pronuncia la realidad como
un guante reversible. No obstante, el puente de la canción me susurró al oído
un par de versos que me inquietaron.
«Ten piedad, no seas así
no le des patadas a los locos.
Ten piedad no seas así,
voy desvaneciendo sin tu amor…»
no le des patadas a los locos.
Ten piedad no seas así,
voy desvaneciendo sin tu amor…»
Lo brutal y lo perverso expresados casi sin
retórica, pero inaccesibles al entendimiento. A Borges le gustaba pensar que «Sentimos
la poesía como sentimos la cercanía de una mujer, o como sentimos una montaña o
una bahía…». Para preguntarse inmediatamente: «¿a qué la diluimos en otras
palabras, que sin duda serán más débiles que nuestros sentimientos…»[1]. Por lo
tanto, mi preadolescencia se dejaba golpear por lo poético y lo disfrutaba,
además, en todo el cuerpo. Porque en esa época, la lírica me llegaba fragmentariamente
como el rocío helado toca luego de que una ola se ha roto. Pero no había caso,
quería entender, ir más allá. Dar el salto y sumergirme en el mar. Charly, en
tanto, seguía haciéndome hermosas zancadillas.
«La luna empieza a llorar
y cuando todo es tan plateado
hay colores que no pueden entrar...»
y cuando todo es tan plateado
hay colores que no pueden entrar...»
Finalmente, el tiempo hizo su
trabajo y descendí por el sótano de la poesía, conté los consabidos escalones y
miré por su modesto «aleph». Entonces vi a otros animales de la mente: vi a
Spinetta, a Fito, a Mateos, a Moura, a Cerati, a Bochatón y, más allá, vi a
Sabina. Vi, también, a los malditos y surrealistas franceses; vi a Garcilaso, a
Lope, a Quevedo, a Bécquer, a Machado y a los del ’27. Vi a Darío, a Vallejo y
a Paz; como así también a Whitman y a
Eliot y a Pound. Vi a Girondo, a Marechal, a Juarroz, a Orozco. Vi a Borges
mirándolos sin ver. Vi a Pizarnik, a Giannuzzi, a Sylvester y a Adúriz; como vi
a Kamenszain, a Gandolfo, a Bignozzi, a Casas y a Aulicino. Vi a los poetas de Mendoza:
a Bufano, a Tudela, a Ramponi; como también a Lorenzo, a Tejada y a Levy; vi, más
cercanos, a Silanes, a Valle, a Rodón, a Toledo y a Ballarini. Me vi a mí mismo
plegando hoja por hoja un pequeño e interminable libro de arena.
Por eso es que cuando salí otra vez a
la calle, el universo me parecía conocido, pero así y todo continué sorprendiéndome.
Porque leer poesía y dejarse atravesar físicamente por las palabras es como
tener un puma en la cabeza, una feliz voracidad que se repite; sin embargo,
nunca es igual. Aunque sigo siendo un niño que corre perdido, tropieza con las
palabras y jamás las puede atrapar del todo. Sigo siendo, en fin, dueño de
nada.
HERNÁN SCHILLAGI
[1]
Borges, Jorge Luis (1997), Obras
Completas III, Barcelona, Emecé.
6 comentarios:
Imagino que muchos se sentirán identificados con esta historia. Hay atisbos de poesía incluso en las más insospechadas esquinas de los objetos humanos, y por eso, aunque cambien los intérpretes, el camino de entrada de la poesía habrá consistido en tener pumas en la cabeza (espero que no cabeza de puma).
Fernando: ¡mi sueño es llegar a tener el peinado del Puma Rodríguez!
Por otro lado, me alegra saber que esta experiencia tan personal (y hasta confesional) pueda ser compartida y empatice con otros lectores apasionados del género poético. Debo decir que fue así: no había reflexionado ni verbalizado el modo de llegada a la poesía. Tenía en claro ciertos autores que me había deslumbrado, pero no cómo el lenguaje poético formaba parte de mí. Hasta que un día me vino el recuerdo de "Dueño de nada" y fue toda una revelación (de barrio como debe ser).
Hernán: la verdad es que no sé qué aceite esté usando, pero los refritos últimamente le salen muy ricos. De este ensayo (que no veo por qué no mandarlo ya a El desaguadero) me impresionó el trabajo sobre la memoria de esos dos episodios, esas dos edades. También tengo un par de recuerdos de la adolescencia:
Uno:
Dios es empleado en un mostrador
da para recibir. (Sui Generis)
Y yo tratando de imaginar a un sr que nos vende ¿qué? ¿vida eterna? Lo viví como una revelación sobre todo porque en esa época estaba cerca el catecismo.
Dos:
Un remolino mezcla
los besos y la ausencia
imágenes paganas
se desnudan en sueños (Virus)
En este caso me pregunto si los versos son tal como acabo de escribirlos. Creo que nunca entendí del todo a Moura. Y sin embargo me impresionaban esas palabras. También, esto lo pienso ahora, todos trabajaban muy cuidadosamente los textos para que no fueran obvios, pues el sr tijeras estaba en pleno ejercicio de sus funciones.
Respecto de la lectura de poemas en sí, también sentí desde muy chico la fascinación por las palabras. Fueron las palabras sueltas, aisladas las que me llevaron a internarme en la lectura de los textos completos, las palabras que usaban Juana de Ibarbourou o Alfonsina Storni que eran tan pero tan distintas de las que yo oía a mi alrededor. La palabra escándalo (Caronte yo seré un escándalo en tu barca), la palabra hastío (una hora de hastío cuando muere la tarde). Eso. Leer esas palabras. Repetirlas. Buscarlas en el diccionario. Fueron los primeros pasos que di en el bosque de la poesía.
Sergio: entre refriteros no nos quememos los churros, jaja.
Sí, esta "idea" es una intervención de algo que escribí en la era previa al facebook, cuando tener un "blog" era re-moderno y cool. Ahora, escribir en un blog es como tener dos latas amarradas a una piola y gritarle al otro que está a dos metros. En fin.
Me acuerdo también de "Dime quién me lo robó" de Sui Generis... ¡qué revelación! Jaja.
Por otro lado es cierto. Las letras letras de Federico Morua nunca fueron del todo "conexas". "Caramelos de miel entre tus manos/te prometo una cita ideal", bastante críptica. Aunque luego empecé a escuchar a los Redondos y ¡mamita! Eso sí que era hermetismo. Todavía no sé si del bueno.
Graciaspor compartir tu experiencia, amigo. No le baje el fuego que el aceite es del bueno.
Hasta el próximo refrito.
Solo voy a decir que el señor MANUEL ALEJANDRO, el autor de "Dueño de nada" reinventó la canción romántica en español después del bolero. No solo le dio un repertorio digno e inoxidable al PUMA, también creó, con baches, la carrera más larga de un baladista latino, me refiero al niño de Linares, a RAPHAEL. En México logró que un cantante del montón, EMANUEL, vendiera 7 millones de discos con una placa de letras suyas, más de lo que han vendido otros en toda su vida. Compuso también para el salame de JULIO IGLESIAS, para la PANTOJA, para JOSÉ JOSÉ -acá no se conoce mucho pero en tierra azteca es como Sandro-... en definitiva, todas las canciones que tiene tu inconsciente colectivo y que han generado cierto impacto en tu psiquis infantil, te fijás en la letra chica del LP, el cassette o el CD y seguro que tiene entre paréntesis el nombre de este señor. Un genio. En ventas, el Lennon/McCartney en español, ¿Cursi? Es como decirle cursi a Manzanero.
que están en el inconsciente colectivo... quise decir, pero me copé y no corregí.
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