Décimo cuarta entrega:
Camino y piedra
El granizo cae y no hay refugio posible contra esos golpes fríos en la cabeza y
en la espalda encorvada. Juano corre por el parque que divide en dos la ciudad.
Atrás quedaron el barrio San Pedro y los gitanos. Corre una, dos, tres cuadras
entre los pinos, los ciruelos y las palmeras que miran desde lo alto sin
enterarse de su desgracia. Lleva el bolso como única protección. Adentro, las
tabletas de alcayota resisten el zapateo de la piedra. El canal lo acompaña a
la derecha y se traga en silencio los trozos de hielo. Hasta que Juano
encuentra una parada de micros solitaria con un
descascarado techo de lata.
La manga de piedra termina. Es como si el otoño entero se hubiera concentrado
en quince minutos. Todas las hojas destrozadas en el suelo. Inmediatamente, un
invierno húmedo y sin piedad se instala en las calles. Juano tiembla bajo el
alero y ya no distingue el origen de los numerosos chichones que tiene en su
cabeza. Nadie pasa. Le queda poco a la tarde. Sombras, nada más.
Lentamente, otro domingo se le arrima desde el frío a Juano. Aquel día en que
fueron todos al Cerro de la
Gloria en el Ami 8 amarillo que tanto les gustaba. Con su
hermano jugaban en la parte trasera a hacerles burla a todos los niños que
pasaban en otros coches. Es fácil reírse de los demás cuando la felicidad cabe
adentro de un auto. Debe haber tenido unos nueve años porque todavía llevaba el
brazo derecho enyesado y el hermano rondaba los trece. Al llegar buscaban
piedras de formas raras y se las tiraban a la nube de smog sobre la ciudad. De
pronto, el padre de Juano se enfureció por algo que le dijo la madre. Discutían
fuerte. Aunque los niños no podían
seguir el hilo de la pelea, los desesperaba que, sin darse cuenta, hubieran
llegado al borde del abismo. A centímetros de
sus pies se terminaba abruptamente el camino. Los gritos eran cada vez más
terribles, se decían de todo. Hasta que el padre la agarró del brazo y comenzó
a sacudirla cada vez más cerca del precipicio, más cerca de la muerte. Es ahí
cuando una especie de aullido de cachorros lo despertó al padre y lo devolvió a
la realidad. Entonces, el hombre la soltó sin
ganas y les ordenó que subieran al Ami. Otro tipo de grito trae de nuevo a
Juano hasta este domingo de granizo.
—¡Será posible, carancho asado!
De dónde viene esa voz que se parece a los truenos de más temprano. Un hombre
empuja un vehículo salido de la carrera de «Los Autos Locos». Una especie de
Pier Nodoyuna del Este mendocino.
—¡Qué lo tiró de las
patas!—, el hombre está por continuar con sus insultos de manual del tiempo de
María Castaña, pero Juano lo interrumpe.
—¿Lo ayudo, maestro?
El vendedor de alcayotas se acerca como para empujar el auto y observa que
alguna vez fue una Falcon Rural de comienzos de los setenta, modificada en el
laboratorio del doctor Frankenstein para que funcione como chata de carga.
Sobre el techo, un cartel rojo de latón tiene pintada a
mano, con letras blancas y temblorosas, la palabra «FLETE». ¿Será demasiado
pedirle al gremio de los fleteros que obligue a sus choferes a hacer un curso de caligrafía? Así son los tiempos
de crisis.
—Arrimate, pibe—dice Pier Nodoyuna—. Yo me subo a la falconeta y le doy
arranque hasta que se cante encima.
Juano comienza a hacer fuerza y la chata tironea, pero no arranca. Un humo
negro sale del escape que no deja ver nada.
—¡Empujá más fuerte, la Constitución Nacional!—, grita el fletero.
La falconeta por fin hace la última explosión y empieza a rugirle a la tarde
que se termina. Juano logra convencer al chofer para que lo acerque, ya
que el hombre, antes de que el motor se le ahogara, había terminado una changa
extra de domingo y estaba listo para ir a su casa en Alto Verde. Una vez en
marcha, el vendedor ambulante saca de su bolso una tableta de alcayota y se la
ofrece con una sonrisa al chofer.
—Me gustan más que la miércoles—, dice el hombre y de un solo bocado se come la
mitad. Por las comisuras de la boca le cuelgan unos hilos de la alcayota. Juano
da una arcada, saca la cabeza por la ventanilla para tomar aire y descubre que
el viento no lo despeina.
—¿Por qué vamos tan despacio?
—La pucha. Yo a esta mañosa no te la piso a más de 40 kilómetros—dice el
fletero—. Sentí, pibe. El motor parece una orquesta.
«A la que se le han dormido todos los músicos», piensa Juano. Así van casi a
paso de hombre. Pier Nodoyuna le cuenta que él, en realidad, tenía un taller
metalúrgico en San Martín donde, con sus propias manos y un soplete, había
armado la falconeta. Hasta que un día le alquiló a unos «bolitas» la casa de
atrás del taller.
—Gente trabajadora y honesta—, dice con sinceridad Juano como para suavizar el
término.
—Contámela a mí. Una mañana fui a abrir el taller y me le habían atravesado un
candado al portón así de grande—, le responde el chofer, mientras abre
exageradamente el pulgar y el índice.
—¿Quiere otra de alcayota, jefe?
—Dale. Es que me acuerdo y me dan ganas de matar a alguien. ¡La punta del Cerro
de La Gloria!
El Cerro de La Gloria, sí. Entonces, Juano
asoma otra vez la cabeza a la calle para no mirar al fletero comerse la
tableta, y así puede imaginar ese último viaje del pasado en el Ami 8. De
vuelta, uno de sus padres, no recuerda bien cual, dijo: «Esto no va más». El
hermano comenzó a llorar sin consuelo y les rogó, les imploró que no se
separaran, que Juano era muy chico aún, que él mismo no iba a poder soportarlo.
Nadie dijo más nada. El silencio los lastimó todo el camino hasta San Martín.
Antes de llegar y sin aviso, el padre sentenció: «Voy a poner en venta el Ami».
—Flaco, ¿estás medio dormido?—, le
grita el fletero.
—Disculpe, cuénteme qué hizo con
la gente cuando le quitaron la casa y el taller.
—Le maté uno de sus hijos a la
boliviana. Así, mirá, así—suelta el volante, junta los puños y los retuerce
como un trapo.
Juano se queda tieso. Trata de
sonreír, pero el hombre tiene la cara roja por el odio. Toma de nuevo el
volante y acelera demencialmente, a 45 kilómetros por
hora. Abre la boca y dice:
—Cuando salí de la cárcel, me puse
el flete—entonces lo mira a Juano y remata sin cuidar las formas—. Y que se
vaya todo a la puta madre que lo parió.
En ese momento, Juano abre con un
manotazo la puerta y se tira del auto, pero va tan lento que casi se baja
caminando. Sin darse vuelta empieza a correr, otra vez a correr. Atraviesa unas
viñas castigadas por la piedra. Así busca su camino hacia la tía de Gala. Corre
mientras se promete, mejor dicho, se jura no confiar nunca más, en su revinagre
vida, en alguien a quien le gusten las tabletas mendocinas de alcayota.
HERNÁN SCHILLAGI
5 comentarios:
Pobre y querido Juano.
¿Realmente sigue pensando en la Colorada? ¿Siceramente la quiere o es que ya se acostumbró a esta vida de embestidas? ¿O travestidas?
Tan mal trecho, tanto riesgo, tanta pobreza, esperoq ue como aquel lazarillo de Tormes, salga bien parado y un tanto mejor de sus andanzas.
Este capítulo es uno de mis favoritos.
Marisa: muchas gracias por tu comentario. Más que el Lazarillo este Juano es un Quijote: enamorado hasta los huesos de su Dulcinea inalcanzable.
Esto, entre otras cosas, es un folletín y el amor es el motor de todo. Si se olvidara de Gala arrancaría menos que un Ami 8 a la madrugada.
Un beso grande y espero toparme con tu libro urgente.
Tal vez en la próxima entrega Juano no solamente haga cosas (muy de hombres esto) sino que también las diga o las escriba. ¿Podrá el Juano traducir en palabras o una canción sus sentimientos?
Marisa: si bien he estado tentado, Juano es solo un vendedor ambulante enamorado. Nada más y nada menos.
Uno de los "desafíos" que me planteé era no hacer intelectual, o al menos culto, al protagonista. Si no que parezca un tipo común y corriente que vive una historia extraordinaria". Ojalá me haya acercado a esa intención.
Sí, el narrador se permite referencias ultraliterarias, guiñadas pop, entre otras cosas.
Lo que sí puedo hacer después, es escribir los poemas de Juano y Gala. Así curro un poco más con esta historia, jaja.
Gracias por tanto interés y lectura hermanada.
Un abrazo.
Es siniestro el recuerdo infantil de Juano y vos apenas rasgás un poco la tela de algo que el personaje sufre y mucho de su infancia. Perfecta la descripción de la violencia familiar a la que estaban acostumbrados él y su hermano entre gritos y malos arranques del Ami 8. Te diría: Juano necesita un diván.
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