Con el
tiempo resulta inevitable el cambio en el modo de escribir, ya que es el propio
mundo el que continuamente se transforma. Al menos en los soportes. Quiero decir
que hace más de 20 años escribía en cuadernos blandos o papeles sueltos con una
lapicera azul lavable. Así, rayoneaba la parte de atrás del papel continuo que
mi hermano me traía del banco con poemas mínimos, pero bravíos. Era un modo de
apartarme poco a poco de la herencia financiera que venía desde mi viejo. Necesitaba
-por motivos de una obsesión tumultuosa- pasar en limpio el poemita con las
correcciones al lado del «muletto» y comparar cortes de versos, adjetivos
eliminados, o verbos sin domesticar. En el anverso, los números de los balances
sonreían con aire perdonavidas. Con el tiempo, tipeaba (más bien martillaba) los
poemas en una prestada Olivetti Lettera 22 con caries, al decir de Sabina, y corregía
in situ: si se me ocurría un cambio a último momento lo perpetraba sin
culpas. Esa era mi manera modesta de fijar en molde la escritura. Después, con
los procesadores de texto de las computadoras cambió todo y me volví un híbrido:
redactaba en papel y lo terminaba en el Word. Hasta que un día prendí la
lenta 486 y tecleé directamente los primeros versos intangibles «recibir el
daño / en la mentira / en la coraza de los sueños / por cumplirse...». Así empezaba
el poema golpes al azar, de lo que luego fue mi segundo libro. Tal vez
el título quería decir -para variar- algo más. A partir de ese instante, la
escritura a mano se volvió más esporádica o solo para tomar apuntes en libretas
furtivas que se me viven extraviando.
Por otro
lado, al revés de lo que se piensa entre los poetas, necesito de cierta presión
para escribir. También algo de método. Siempre estoy entre los horarios de salida
de la escuela de mi hija o apremiado por el trabajo docente y, como casi no creo
en la inspiración, provoco situaciones. Las netbooks (y su portabilidad a
batería) han venido a solucionar algunos
problemas de logística, ya que no hay que ir hasta el escritorio y despertar a
toda la familia; sino que tomando mate en la cocina, o friendo las milanesas,
uno puede ir picoteando el teclado. A nadie le gusta, sin embargo, la yerba lavada
o la carne cruda, como tampoco un texto escrito a las apuradas. No hay máquina
del tiempo ni acelerador de partículas que apure el proceso escritural. Puedo
dejar reposando un puñado de versos varias semanas y tirarles de nuevo aceite
para que recuperen su textura crocante.
Así y todo, los formatos no modifican la escritura, la estimulan. Son juguetes serios para los que malamente disimulamos una adultez irremediable. No obstante dejan huellas en el procedimiento, como esas relaciones peligrosas e intensas que nos oscurecen hasta el tono de la voz. No llegué tampoco a tener experiencia con la pluma de ganso, pero tal vez, en los cuadernos se escriba corto y con firmeza; en libretas anilladas, sin preocupación; en las computadoras, largo y con tabulaciones a lo ancho. Laboratorios ambulantes que nos permiten continuar con ese papel que creemos haber elegido, aunque en realidad, nos ha envuelto para siempre. Hélène Cixous lo sabía bien: «Con una mano, sufrir, vivir, palpar el dolor, la pérdida. Pero está la otra: la que escribe…».
HERNÁN SCHILLAGI
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