Así, como quien no
quiere la cosa, me apareció una mancha blanca en una uña. Mano derecha, dedo
medio: un «fuck you» repentinamente velado por una nube inmóvil. Cuando era
chico, me engañaban con que era una mentira enorme que había dicho. Me pasé la
mitad de mi niñez con los dedos encogidos. «Si diviso una nube / debo emprender
el vuelo», exageraba un poco Oliverio Girondo. Qué es lo que debería hacer, entonces,
si ni siquiera me di cuenta de su irrupción tan espontánea como espectral. Cuál
fue su origen si, además, este dedo tiene una vena que lo conecta directamente hasta
el corazón (románticos, abstenerse). Aunque es improbable, si mi abuela estuviera
viva me habría dicho a modo de sentencia familiar: «No busqués choteras en internet».
No obstante, la tentación puede más y trazo en el teclado un tatetí de posibilidades:
la leuconiquia, roturas microscópicas en la base de la uña producidas por un
golpe imperceptible, o mala alimentación, muy frecuente durante la infancia.
Por lo tanto, ¿seguiré siendo un niño residual, pero para nada mal alimentado?
¿Cuál es el hambre, si no, que me mancilla un extremo del corazón? O, de tanto
esquivar (y soportar) golpes notorios, ¿me habré vuelto insensible ante el
dolor minúsculo? «Pero este es mi dedo mayor, el central, el más largo de todos»,
me digo sin mucho convencimiento. Las uñas así, como quien no quiere la cosa, crecen
de dos a tres milímetros por mes y se entregan premonitorias al filo cosmético
de unas tijeras para que cualquier aviso nuboso de inquietud sea talado al ras.
Solo es cuestión de tiempo, sí, aunque nos aferremos con uñas -y hasta con
los dientes- a cualquier nube que pase por ahí.
HERNÁN SCHILLAGI
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