Viene un alumno y me cuenta una historia
conmovedora de por qué tuvo que cortarse la barba. Escucho, además,
anécdotas bizarras (cuando no gorilas) en la sala de profesores. Descubro
azorado nuevos trastornos obsesivos compulsivos en familiares y amigos como
para hacer dulce de leche. Sin embargo, no puedo reproducirlas por escrito, es
decir, me es imposible robar historias comunes y mejorarlas en un pequeño
relato. El motivo: todos sus protagonistas también son mis contactos en las
redes sociales. Falta de imaginación, dirán. Puede ser. ¿Pero no ha sido
siempre así en la literatura? Un hecho cercano y real se nos aparece de
repente, entonces, nuestra cabecita soñadora se dispara a regiones narratorias
insospechadas. «No te juntes con esta chusma», diría doña Florinda. Sí, mami,
le respondería yo; pero cómo hacer para contar un episodio ajeno, donde los
personajes principales quedan mal parados o al descubierto, sin que se ofendan
y me borren de sus vidas virtuales.
En un
pasado remoto, o sea, hace una década, nos dábamos panzadas internéticas con parodias
de las cenas navideñas, podíamos reírnos de un vecino y su fetiche por mantener
brillante el auto como una muñeca de porcelana, o purgábamos a través de un
cuento el maltrato de nuestros malhumorados jefes. La era semianalógica (o
seudovirtual, según como se mire) permitía, no solo enmascararse en un nickname, sino que muy pocos tenían
acceso a los foros, blogs y páginas del momento. Cobarde, embustero, traidor.
Todo eso y más, lo acepto. Si de eso se trata escribir, ciberamigos. Al menos
en estos tiempos de mucho correr y poco reflexionar. ¿O acaso el gran Flaubert
no tuvo que pasar las de Caín -y afrontar juicios por obscenidad- al reflejar
los vicios de una sociedad burguesa en decadencia? Como también es famoso el
revuelo que levantaron las primeras novelas de Manuel Puig en su General Villegas,
ya que a pesar de haber cambiado nombres y situaciones, todos los del pueblo se
reconocieron; boquitas más, traiciones menos.
La
literatura y sus consecuencias, entonces. Para dejar una huella en la tierra
del papel hay que lastimar, abrir un tajo exhibicionista y pasar sin piedad
como el arado. Pienso en la mortífera Carta
al padre, ese alegato tan preciso como cruento al que Kafka nunca se
atrevió a enviar (y mucho menos a publicar). No obstante, los escritores del
pasado no tuvieron que soportar la mensajería instantánea como tomatazos
acusadores. Es cierto que Puig no pudo regresar jamás al lugar que lo vio
nacer, pero en nada se compara con el dolor que provoca hoy que el amigo de un
conocido te «elimine» de sus contactos porque lo deschavaste en un posteo
gracioso. Así y todo, las leyes de urbanidad del Facebook nos alejan de la
máxima compositiva de Horacio Quiroga: «No pienses en tus amigos al escribir,
ni en la impresión que hará tu historia…». Por tanto, ¿escritura o vida social
en Internet? Quizá, deformar las anécdotas hasta no reconocerlas sea la salida
más elegante y civilizada. La captura de un insensato «Me gusta» de compromiso
lo vale todo: contar únicamente nuestras aventuras insípidas con tono
legendario, hacer explícita nuestra torpeza e inseguridad, ofrecer la intimidad
hasta perder el misterio. Hay que decirlo, las distintas subjetividades están
crispadas. Solo admiten el protagonismo ominoso, pero si está narrado en
primera persona, sin testigos caranchos ni omniscientes sabelotodo. Hemos pasado
de la hiperinformación de los noventa a la demasiada conexión de comienzos del
tercer milenio, y ya Rita Hayworth fue traicionada de la mejor manera.
HERNÁN SCHILLAGI
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