Los profesores de Literatura deberían saber el daño que
pueden ocasionarle a sus alumnos. Recuerdo que, en medio de las dudosas
conmemoraciones sobre los 500 años del «Descubrimiento/Masacre de América», vino
un día la profesora y ocupó la mitad del pizarrón para escribir: «Próximo
libro: Crónica de una muerte anunciada,
de Gabriel García Márquez». Mientras la carga de la tinta de mi lapicera se
agotaba con tan largo título, mi mano estaba ensayando lo que iba a suceder exactamente
una década después: yo mismo estaría garabateando con la tiza ese inquietante
título ante mis primeros -e incautos- alumnos.
Luego de la lectura de una buena
parte de la Biblioteca Billiken en la infancia, la secundaria me vino a dar otra
forma de leer: por obligación. El placer y el asombro podían ser mensurados con
notas en rojo. Sin embargo, dar cuenta por escrito de mi lectura tenía un
costado desafiante que me hacía correr en la siesta hasta la biblioteca del
colegio y esperar a la señora bibliotecaria con oscura ansiedad. Esto, por
supuesto, no se lo contaba a nadie, entonces escondía el libro o las fotocopias
en la mochila, para luego jugar sin suerte al básquet con mis compañeros. Pero
mi cabeza ya estaba contaminada de palabras que buscaban encestar su veneno
letrado en mi corazón. Así, el primero que intentó avisarme fue Edgar Allan Poe
con Los crímenes la calle Morgue. ¿Sobre
qué debía prevenirme? De que la Literatura (tal cual, en mayúscula) era otra
cosa. No es que los textos leídos con anterioridad hubiesen sido menores (Verne,
Salgari, Twain), sino que mi crecimiento se iba topando con otros libros que
eran capaces de incendiarme la mirada. La intensidad de la adolescencia hacía
de cada libro asimilado, o bien un fuerte, o bien una nave quemada que no me permitiría
regresar; como les pasaba justamente a los primeros conquistadores españoles.
Así fue que recorrí por primera vez las enrevesadas páginas
de Crónica. De entender, digamos que
entendí bastante poco. Pero hubo algo verdadero en el lenguaje que hizo que me
perdiera y me hirió como una daga anunciada. ¿Era «eso» realmente el castellano
que yo había estado leyendo? Y sí, las pasteurizadas traducciones, además de las
lecturas didácticas de manual solo habían sido un «asomo» tan feliz como inocente
al abecedario de la literatura. Qué hacer, entonces, cuando una novela te
deforma el paladar y las papilas gustativas para siempre. Una historia que empezaba
por el final para que el lector no hiciera trampas. Con palabras de traición, deshonra,
secretos y ¡sexo! que burbujeaban en el papel con precisión poética y fluidez
narrativa. Si hasta puedo rememorar en el cuerpo el estremecimiento que me
provocó la descripción montuna que hacía de María Alejandrina Cervantes, la
prostituta del pueblo: «Las luces estaban apagadas, pero tan pronto como entré
percibí el olor de mujer tibia y vi los ojos de leoparda insomne en la
oscuridad, y después no volví a saber de mí mismo hasta que empezaron a sonar
las campanas…».
Aprendida bien la lección comencé a
leer todo García Márquez sin cronología ni mapas. Por lo tanto, los títulos
extrañamente largos y sonoros volvieron a salirme al encuentro: Relato de un náufrago y su heroicidad
modesta, El coronel no tiene quien le
escriba, con su belleza de relojería y tristeza implacable. Hasta que me animé
con Cien años de soledad: historia escrita para que los extraterrestres
comprendan a los humanos en su hermoso delirio y fatídico destino de
aniquilación. Aquí, el escritor colombiano pudo dominar por un momento ese río
caudaloso llamado idioma para encerrarlo
completo, agitado en el libro más vibrante, voluptuoso y genial jamás escrito. En tanto, la figura del gran Gabo ya se me
hacía como de la familia, una amistad elegida y unidireccional; aunque, al
igual que con todo amigo de ley, tuve mis encontronazos: me aburrí con la
eterna oración de El otoño del patriarca,
quise escaparme rápido de Noticia de un
secuestro y no pude ser piadoso con la innecesaria Memoria de mis putas tristes. No obstante, lo descubrí
comprometido, inteligente y generoso en los dos tomos de las Notas de prensa, como también me
reconcilié hasta la médula con El amor en
los tiempos del cólera, los Doce cuentos
peregrinos y los de La cándida
Eréndira y ese cura, amante furtivo
de Garcilaso, en Del amor y otros
demonios. En el medio, no me quedó otra que empezar a escribir, porque
íntimamente sabía que la insensata pulsión de golpear un teclado como se
sostiene una brújula me iba unir todavía más a García Márquez y a todos esos monstruos
que él, con su voz irreverente, me había posibilitado azuzar: Borges, Sabato, Cortázar,
Vargas Llosa, Fuentes, Rulfo y tantos más.
La muerte de Gabriel García Márquez,
entonces, viene a significar ni más ni menos que la supresión de una de las
letras de nuestro alfabeto. Un daño casi irreparable. Releerlo con fidelidad
profana, incitar al contagio más febril en las escuelas, desmontar sus secretos
para contar una buena historia será una tarea tan necesaria como impenitente.
Porque de otro modo y sin supersticiones, algo muy grave va a suceder en este
idioma.
Para Gabriel García
Márquez, in memoriam.
HERNÁN SCHILLAGI
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