Novena entrega:
Los flamencos
La ropa sobre una piedra se está secando con el último sol de la tarde. Juano revisa su bolso y descubre, desnudo, que no le falta nada. «Lamentablemente», piensa; ya que las tabletas de alcayota sonríen babeantes desde lo profundo. Las cuenta una por una, mecánicamente, y le dice al aire del atardecer: «Me quedan tantas como para hacer dulce de leche». Y la contradicción repostera lo hace reír en voz alta por primera vez en esta historia de abandono, ruta y decepción.
—¿Quién se ríe solito por ahí? Pregunta una voz entre el yuyal.
Juano se viste rápidamente con las prendas apenas oreadas. Está de espaldas en el suelo, se sube el cierre del pantalón y avisa:
—Termino de vestirme y salgo.
—Disculpame, mi amor, pero nadie aquí se va a asustar por ver a un hombre en bolas.
Entonces, Juano se asoma agachado por entre los juncos y ve un grupo de piernas que se mueven trepadas a unos tacones inverosímiles para esa geografía, con unas minifaldas bien ajustadas a unas caderas confusas y envasadas en unas medias a rayas como las de los flamencos del cuento. Pero esto no es un cuento de la selva. Las pelucas, el maquillaje en caras de ángulos marcados y las risas de voces ambiguas provocan que piense que sigue aún en una farsa, o en una fiesta, pero de disfraces. Aunque siente que algo verdadero hay en estas travestis. Decide, entonces, acercarse y hablar:

—Me acaban de asaltar.
—Vos no tenés cara de que te puedan robar mucho, le contesta una con la melena a lo Gloria Trevi.
—Es cierto. Todo lo que tenía se fue en un Ami 8 y está muy lejos de aquí. Tengo hasta el lunes para llegar al Arco del Desaguadero y encontrarme con mi mujer.
—¿De que color era? Pregunta Gloria Trevi.
—Mi mujer se tiñe de un rojo que parece que las ideas le queman en la cabeza.
—¿Sos medio nabo, ah? Le grita otra con el rimmel en la mano. Te preguntamos por el auto, nene, el auto.
—Un Ami 8 Club, amarillo, modelo 75. Impecable.
—Parece un aviso clasificado ambulante este pelotudo, dice la del rimmel y lo apunta nerviosa hacia los ojos de Juano.
—Sí, yo soy vendedor ambulante. Aunque de tabletas mendocinas. Me quedan algunas. Bah, si quieren.
—Ahora no -le contesta una con la boca torcida tal vez por el inevitable asco-, puede ser quizá que en la madrugada pasara una colorada en un citrulo amarillo. Ya me acordé –y abre la mano como si sostuviera una foto-. La chica era linda, pero el Ami de «impecable» no tenía mucho.
Allí las voces se amontonaron como las pepitas de una granada en los oídos de Juano para decirle que el Ami no le arrancaba, que la colorada se veía furiosa, que no, que estaba triste, que unos hombres de una finca se ofrecieron a remolcar el auto hasta el carril Chimbas, que hablaron de un taller cerca de las vías, para ver si lo arreglaba un tal Soto. De pronto, la granada estalló:
—Necesito ir ya hasta el Chimbas. Ayúdenme.
—Tenés suerte. Nosotras vamos a trabajar para allá, o algo así.
—En media hora pasa el cartonero que nos lleva en su carretela, dice la de la boca torcida.
—Eso sí. El Panza es medio celoso. Va a creer que sos un cliente y no te va a dejar subir.
—Yo tengo la solución, dice Gloria Trevi a las risas, con una minifalda en la mano y unas medias rayadas.
Ya casi no quedan luces. Los bordes del río se ven apenas como unos finos labios que murmuran algo intraducible. Tal vez quieran contar en lo oscuro, entre las cortaderas, la imposible transformación de un vendedor ambulante en flamenco.
Soundtrack: Una canción diferente, de Celeste Carballo