La mañana es un cubo de hielo que todos vamos picando con la punta de los zapatos. ¿Qué querés, que en invierno haga calor? Me dice el carnicero. Le sonrío con el bigote lleno de escarcha y me voy con la bolsita colgando de uno de mis ateridos índices. En el camino, veo un 504 marrón estacionado frente a la casa de mi padre: el repartidor de la viandas.
Me acerco como para saludar y es inevitable comentar sobre el frío, la helada, los grados bajo cero, el peligro del monóxido, la hipotermia. Entonces, con la bandeja de los zapallitos rellenos aún en la mano, el repartidor nos larga -sin aviso- esta historia a mi viejo y a mí:
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El auto del terror |
«Mi barrio quedaba por las vías, donde pasa el canal matriz. No sé si por el lugar, o porque hace 20 años los inviernos eran más crudos, pero el frío era un tema serio allí. La cuestión es que siempre andaba un linyera que todos conocíamos de la canchita cerca del cañaveral. Una mañana lo descubrieron todo congelado y sin respirar, aunque había tratado de abrigarse con unos cartones y trapos. Entre los del barrio pagaron el sepelio y dicen que los de la cochería tuvieron que cagarle a combazos las piernas agarrotadas para que entrara en el cajón (cuando dijo esto, mi bolsa se volvió cenizas). Después fuimos con los chicos al velorio. Te acercabas al ataúd, estirabas la mano sobre el cadáver y sentías a 15 centímetros el frío que todavía le salía. Ah, buen provecho (aquí, los zapallitos explotaron)».
Así, el repartidor nos esboza una sonrisa gélida, cobra y parte en el peugeot; mientras con mi papá nos quedamos temblando, pero de otra cosa.