
Todo pasa porque la gente no tiene sentido del humor. Aparece un concurso de belleza para monjas en Europa y, en lugar de tomárselo como una broma novedosa, la gente se encona con vehemencia contra los organizadores, piden que excomulguen a las participantes y marchan inquisidoramente hacia el Vaticano para solicitar justicia divina. ¿Pero qué les sucede? ¿Soy yo, o es que nadie quiere ser feliz?
«Felicidad no tienes dueño…» decía una vieja canción. Es cierto, pero al menos lo que po

Otro portero del conventillo de la felicidad sería, como dije al principio, el humor. Saber reírse de uno mismo y de las cosas que no tienen carácter de gravedad es la llave de la habitación donde la alegría nos espera con un mate listo y siempre dulce. Un chiste certero sirve para romper el hielo ante desconocidos, una buena broma distiende un clima tenso entre el empleado y su jefe, o, cuánto mejor es levantarse con una sonrisa luego de un tropiezo en la vereda. Los demás corren a ayudarnos y todos vuelven a sus hogares con el íntimo secreto de que la felicidad puede salir hasta debajo de una baldosa.
Ya lo dijo el director de cine Woody Allen, «estar entretenido semeja como nada la felicidad…». Por eso, amigos de las preocupaciones, es hora de ocuparse de la felicidad: la propia y la de los que nos rodean. Eso nos mantendrá siempre en una movilidad festiva y solidaria; entonces cuando queramos detenernos, una rueda de aplausos, risas y buena onda nos empujará para adelante, siempre adelante.