
Un día de reyes cuando finalizaban los ’80, mi abuela nos regaló a mi hermano y a mí un caleidoscopio a cada uno. Tal vez Melchor, Baltazar o Gaspar habían desplegado sus dotes manuales, pero nos miramos cómplices con mi hermano y corrimos hasta la vereda para sentarnos en la acequia con los pies colgando.
El agua corría fresca y nos mojaba los cordones desatados. Nos pusimos sin más a mirar el sol del verano. No éramos dos idiotas, como dice la canción de Spinetta, sino que girábamos el cilindro de cartulina para descubrir las formas geómetricas que, según nos habían prometido, jamás iban a repetirse.
Al comienz
