
¿Cuántas veces en el medio de una conversación tan apasionante como sesuda con amigos hemos interrumpido nuestras argumentaciones para ir al baño? “Disculpen, me voy a echar una meadita y la seguimos”. Frase falaz si las hay, pero que de ningún modo nos desautoriza ante la tribuna enfervorizada con el último partido de la Selección o el uso del narrador heterodiegético en una novela actual. Uno se aproxima al trono de loza, levanta la tapa y al “desaguarse” las ideas comienzan a tomar formas nuevas, sin crispaciones ni urgencias. Al salir del baño, la vejiga aliviada – que había estado comprimida por los demás órganos más de lo acostumbrado- es un motor en marcha para refutar cualquier diatriba reaccionaria contra el gobierno o algún escritor en ciernes.
El
reflejo miccional –me ilustra
Wikipedia- es un proceso medular automático, y si no se consigue, al menos provoca el deseo conciente de orinar. Es por eso que la tensión creciente propia de la estructura narrativa –el
nudo le llamarían los profesores de la secundaria- antes del
desenlace, provocaría en los nerviosos personajes de una novela o un cuento, una sensación muy semejante a las ganas de ir a hacer lo “primero”. Unas ramplonas ganas de mear, bah. No estoy desvariando, si hasta hay una propuesta de un tal
Miguel U. de incluir el vómito en la literatura: “El vómito como final siempre funciona bien. Literariamente digo.” Siguiendo su línea de fundamentos, elevo la apuesta a una necesidad fisiológica mucho más frecuente que la expulsión violenta y espasmódica del contenido del estómago: propongo que las ganas de orinar son un lógico final para las tremendas ansiedades que experimentan personajes como Juan Preciado o Artemio Cruz en las ficciones.
Cualquier valiente que atravesó hasta el final ese ladrillazo denominado “Sobre héroes y tumbas” me dará la razón cuando hacia las últimas páginas, Martín Castillo y el camionero Bucich protagonizan uno de los finales novelescos más plásticos y prosaicos de la literatura argentina; escribe Sabato: “El cielo era transparente y duro como un diamante negro. A la luz de las estrellas, la llanura se extendía hacia la inmensidad desconocida. El olor ácido y acre de la orina se mezclaba con los olores del campo…” Para conluir así: “Y entonces Martín, contemplando la silueta gigantesca del camionero contra a aquel cielo estrellado; mientras orinaban juntos, sintió que una paz purísima entraba por primera vez en su alma atormentada…”. Hemos acompañado al castigado protagonista durante 550 páginas en un tórrido y suicida romance con una chica que por poco lo lleva a la destrucción, para darnos cuenta que una simple meadita en la llanura pampeana le devuelve la esperanza y la paz. ¡Qué final más cercano a la realidad, señores!
Si volteamos la mirada a otras obras, hasta encontraremos respuestas a dudas existenciales de algunos personajes. El casi jubilado Martín Santomé de “La tregua” anota en la última entrada a su diario íntimo –muerta ya la mujer de su vida-: “Me siento simplemente desgraciado. Se acabó la oficina. Desde mañana y hasta el día de mi muerte, el tiempo estará a mis órdenes. Después de tanta espera, esto es el ocio. ¿Qué haré con él?
Mejor me echo una meada.” Mario Benedetti tenía la respuesta más sensata a mano y no la supo ver. En fin.
Por otro lado, nadie

me puede negar que hubiese sonado más verosímil si el elegante unitario de “El matadero”, en lugar de reventar de rabia por los ultrajes de la chusma rosista, sólo se hubiera
desaguado sobre sus calzones por los nervios que el caso imponía. En el exilio, Echeverría no había dejado de ser un romántico. Faltaban, hay que reconocerle, unas cuantas décadas para que Duchamp y su mingitorio “revolucionaran” el arte. También qué tranquilas al terminar “El juguete rabioso” se hubieran quedado las “buenas conciencias” de la sociedad si, en vez de solazarse con su traición al Rengo, Silvio Astier hubiera hecho un verdadero
“mea” culpa de su deleznable acto. Y no hubiese sido, por último, más evidente la cobardía de Alberto Aldecua si, al ver caer los
álamos talados de su adolescencia, no se hubiera empapado las piernas con su propia e infame orina.
Finalmente, aquí no se quiere hacer un revuelo escatológico en el borde de las paredes de la literatura del nuevo siglo, sino salpicar apenas con un aporte realista, aunque quizá
semió-tico, para la resolución de las tensiones creadas de futuras obras narrativas. Ya lo dijo Borges en uno de sus sonetos más famosos: “No nos une el amor sino el espanto/será por eso que la meo tanto”.