
Las hinchadas de todo el mundo jamás lo corearon. Pero sí hay que reconocer que cuando acompaña al primer nombre y al más que reconocido apellido, aporta una musicalidad en suspenso -prestada del gerundio- que lo hace inolvidable: Diego
ARMANDO Maradona.
De los extremos que salen de esta denominación sólo voy a decir que con pronunciar
“Diego” uno ya sabe inmediatamente de quién se habla, como un hipervínculo de alta velocidad en el cerebro. Lo siento por grandes actores como
Peretti,
Reinhold o
Capusotto. Me lamento, también, por los personajes
De la Vega y
De Zama; televisivo uno, novelístico el otro. Diego es sinónimo de
“Maradona”, tanto como ese apellido lo es de Argentina en el exterior. ¿Alguien se atrevería a negarlo? Hace un tiempo tenía la incomprobable teoría de que un futbolero cualquiera pronuncia “Maradona” al menos una vez por día. Eso, multiplicado por millones, “ojearía” hasta el más pintado.
“Señores, yo estoy cantando/lo que se cifra en el nombre” se excusaba Borges al describir al compadrito porteño Jacinto Chiclana. Es que Maradona consiguió lo que a muchos no les alcanza una vida completa: que tu propio nombre sea un símbolo, un emblema más allá de todo. Sin embargo, “el 10” logró esta cima de manera meteórica en su juventud a fuerza de genialidad con la pelota y coraje en la cancha.
Desde entonces, Diego tiene un propósito secreto, un desafío oscuro y arduo: llenar de significado su segundo nombre, cuando el primero aturde toda posibilidad. Por lo tanto, el futbolista más grande de la historia viene construyendo, “armando” desde hace años otra figura de humedad corrosiva que, poco a poco, ha venido carcomiendo los cimientos del héroe del ’86, del vengador de la piratería inglesa, del que se enfrentó a los poderosos con el descaro de una gambeta.
Por eso hemos visto con asombro a Diego
armando escándalos por sus adicciones, a D

iego
armando revuelos con un rifle ante fotógrafos, a Diego
armando odios al despreciar a un supuesto hijo extramatrimonial, a Diego
armando lobbies para ser director técnico de la Selección (“Soy el último en las encuentas, aunque primero en el corazón de la gente”, dijo). Como así también hemos presenciado, sin decir esta boca es mía, los ataques más furiosos y traperos a su persona, cómo la televisión le escarbó los ojos por un punto más de rating durante sus internaciones, el modo en que los “amigos de la fama” se acercaron a la “Factoría Maradona” con el claro objetivo de lucrar con el falso cariño y la adulación.
¿Debería sorprendernos, entonces, su última “construcción”? Porque luego de tantas dudas y resultados negativos, el equipo nacional había logrado clasificar al
Mundial 2010 con un triunfo de visitante y sin depender de resultados ajenos. Sólo cabía el festejo externo y, luego, acudir a la reflexión interna para empezar las mejoras.
Por lo tanto es allí donde Maradona (no Diego, sino Armando) insultó reiteradamente, con un revanchismo pocas veces visto, a todos los periodistas argentinos que lo habían criticado ante los ojos del orbe futbolístico y del otro.
Armando vs. Diego. Mister Hyde que hostiga con sus pasiones desenfrenadas al correcto y civilizado doctor Jekyll, al que todos –desde nuestras frustraciones- quisiéramos que Maradona se pareciera.
¿Seguiremos, como sociedad,
armando ilusiones triunfalistas con la hipocresía como bandera? Tan tangueros que somos y la queja nos queda cada vez más grande.