
Cuando recién comenzaba el siglo, yo tenía un poder. Una especie de arcano que me liberaba del tedio y la espera forzada. Quiero decir que me encontraba en el consultorio de un dentista, viajando en un micro, o en cualquier lugar haciendo trámites; entonces sacaba un libro del morral y ¡puf! Una máquina del tiempo de papel y tinta me trasladaba a otras épocas donde un niño se negaba a bajar de los árboles, donde una mujer podía ver en ayunas el interior del cuerpo de los demás, donde –sin escalas- un poema me esperaba para ser pronunciado. Los que no compartían este secreto debían resignarse a soportar el malhumor de las secretarias, conocer hasta la exasperación las cuitas de los otros pacientes, o mirar fijamente las pesadas agujas del reloj.
Pero desde hace unos cuatro o cinco años, la inefable tecnología popularizó el uso de los
celulares y los mensajitos
express, comercializó a precios irrisorios los
mp3 y su música sin dueño, obligó a las personas a sentir que enfentarse a la calle -sin uno de estos aparatos- era (y es) como zarpar al Mar de los Sargazos sin brújula ni astrolabio. Entonces los hábitos se fueron modificando con la velocidad de un doble click.
Ahora nadie le sostiene la mirada a otra persona en una sala de espera, porque es más que seguro que está dele y dele clavándole los pulgares al escueto teclado del teléfono: o porque un jueguito lo tiene a maltraer, o se olvidó de avisar que
llegó bien-hay mucha gente-pero no importa. Al mismo tiempo, todo el mundo escucha música en el mp3 (y sus sucesivos mp4, mp5...) con los auriculares. Así, van al almacén de la esquina con los oídos tapados de horrísonos graves y agudos. Si alguien les hace deseperadamente señas de comunicación verbal, tienen la deferencia de descubrir sólo una de sus orejas y, con la música incidental
en mono, contestan con una media lengua lo que apenas alcanzaron a entender. Si no me creen, pregúntenles a esa raza ignorada e incomprendida llamada
docentes.
Entonces, ¿es tan difícil caminar, esperar, transportarse, estudiar (¡!) sin tener que llevar la música a todas partes? ¿Se hace un imposible poder prestar atención al cruce de las esquinas, al próximo turno, al profesor de Historia sin tener que pasar de hit a hit como un alienado?
Está surgiendo entre nosotros la
Generación miti, es decir, un grupo de personas que tienen demediado el cerebro, cercenada la percepción acústica de la realidad, divida –sin más- la capacidad innata de ser sociables. Me dirán, seguro, que la lectura nos abstraía de los demás. Todo lo contrario: la literatura nos propone siempre sumar otras experiencias, nos alerta todos los sentidos, nos destapa poros impensados, nos convierte en una presa mucho más difícil de atrapar por
los hombres de traje gris, parafraseando a Sabina.
Esta nueva camada de futuros hipoacúsicos ignora quizás que, de seguir así, sólo les queda un camino: el de ser engañados con una facilidad pasmosa. Aunque para ellos siempre será más importante pasar al próximo tema.