lunes, 18 de noviembre de 2024

Un poema sin pájaros


 

como hansel en el bosque
 
                                        Haré de mi tristeza una música...
    Jorge Luis Borges
 
en este poema los pájaros no entran
entran sí las migas de pan que les tiro
son líneas de un plan trazado sobre el mantel
que sacudo después de la cena
para que la noche sume una constelación
de estrellas sucias en el suelo
para que cada golpe sobre el teclado
abra huecos de luz y no de sombra
«querías alas» dijiste «pero te di tinta»
porque los pájaros y su hambre no caben
en este poema sí sus huesos
un quebradizo alfabeto que no alcanza
para nombrar la fractura
hasta un nido final
que nos aleja del abandono
en el bosque del idioma
 
HERNÁN SCHILLAGI, inédito

lunes, 11 de noviembre de 2024

Un poema para noviembre


 

 pero el jacarandá


el calendario se rompe de flores
de abejas de pelusas y esta alergia
continúa la tristeza del invierno
por otras vías los ojos no caen
solo son tomados hasta nublar
una visión sostenida por lo frágil
como el polen que va por el aire
y sacude de realidad todo mi cuerpo
ah pero el jacarandá en noviembre
hace un pacto con el cielo y lo destroza
para que la calle pierda su dureza
su certeza de religión profana
y retorne una canción celeste
que sostenga lo hermoso y por fin
cantar sea otra forma de quitarse el frío
y secarse las lágrimas
 
HERNÁN SCHILLAGI, inédito

miércoles, 6 de noviembre de 2024

Un poema para el odio

 

 
 
escrito y borrado
 
 
no hay pólvora aquí
solo palabras traicionadas
que van de un fuego a otro
caen las torres se abre ya la puerta
y comienza un diálogo «te amo
te odio dame paz» una vida
retirada y civil quizás
una cima lejos del ruido
sin lengua ni garganta
que se pronuncien
porque aquí no hay pólvora
solo máscaras liberadas
que van de un silencio a otro
ante una oda de pájaros sedientos
de rabia de tinta y de perdón 
 
 
HERNÁN SCHILLAGI, escrito a partir del poema "Odio (Oda al)", de Rubén Valle.

lunes, 16 de septiembre de 2024

Charly resume



Que los venenos vienen en frascos diminutos, todos lo saben; pero que se pueda concentrar cincuenta años de una obra genial en poco más de media hora, hace de «La lógica del escorpión» un logro de dimensiones épicas. Charly resume el canto de una epopeya íntima y popular al modo de los aedos griegos, que podían soportar una guerra completa en su memoria y compartirla a viva voz.

    La leyenda cuenta que, no por casualidad, una cítara de juguete fue el primer instrumento con el que niño Carlitos García Moreno empezó a tañer esta fabulosa relación con la música. Es decir, un aedo surgido a mitad del siglo XX en el hemisferio sur, con una mancha en la cara, que hizo de su capricho una ley (y más adelante, una lógica), pudo dar inicio a la síntesis de lo clásico con el rock, de la poesía con la música, de la rebeldía con lo comercial. Si en el cuento «El Aleph», Borges proponía tener una visión de todo el universo en un solo punto, Charly García –que nació «para mirar lo que pocos pueden ver»–, se atreve también a escuchar y auscultar una realidad sonora apabullante en el breve espacio de un único disco. Así se dan cita los Beatles, The Byrds, o los Stones; como también Piazzolla, Satie o Bowie; además de Sui Generis, Serú, o su etapa solista completa; para reunir sin aviso a Lebón, a Aznar o a un exhumado Spinetta, mientras se ríe de todo con Orson Welles y Fito Páez.

    Por eso, Charly asume como paso siguiente, su frágil condición de rapsoda de sí mismo. Ya no crea como en las épocas doradas, sino que «cose» las canciones con los retazos recogidos luego de una tormenta furiosa. Su voz, por hablar de lo que más preocupa a los oídos biempesantes, pasa de las cien capas de seda fina, a estar desnuda, gastada, lastimada. Sin embargo, las críticas al desempeño de Charly como cantante comenzaron mucho antes y por él mismo: en la adolescencia fusionó su grupo escolar al de Nito Mestre porque «Cantaban mejor que nosotros…», confesó una vez en una entrevista. Luego, en el primer disco de La Máquina de Hacer Pájaros, su participación vocal fue relegada a la categoría de un instrumento apenas audible, mientras que en el debut de Serú Girán, David Lebón tomó las riendas ante el micrófono en la mayoría de las canciones (cómo olvidar la reseña del diario La Opinión que tachó a todo el conjunto de tener «voces hermafroditas»). Parafraseando a un trasnochado titular: Charly García, ¿cantante o qué? A partir del segundo disco de Serú Girán y ya más asentado en «Yendo de la cama al living», su caudal ganó en sutilezas, voluptuosidad, potencia y fragor interpretativo. Una década en la que una voz hermosa y con personalidad podía ir del terciopelo («Adela en el carrousel») hasta lo más áspero («La sal no sala») sin ningún reproche. El tiempo (con sus excesos) pasó y llegó el deterioro para mostrarnos ese «lado inconcluso». Pero el que se calza los auriculares para escuchar este último disco de 2024 descubre una voz póstuma, no muerta. Una que lo ha vivido todo, ha muerto y resucitado en modo «Fantasma de la ópera», para arrastrar cadenas en la garganta y romperlas en cada verso. La boca de Charly, partida en dos desde el bigote, recita en primer plano y marca el ritmo con toda la furia, la vitalidad, la ironía y hasta una ternura que abraza. «Querían a otro en mi lugar», se quejaba en «Random». Es cuestión de probar y acercar la oreja a cualquier afinado tributo a la obra Charly –con voces angelicales que lo reemplazan honrosamente–, para salir corriendo y volver a sus huestes incómodas de una modulación feroz. Quizá en un futuro, cuando el algoritmo nos pregunte si somos un ser humano o un robot, nos haga oír un fragmento de este disco. El que se conmueva, pasará.

    Para continuar con los griegos, fábula de Sófocles de por medio, resulta fascinante cómo Charly rezume gotas de oro en cada acorde. El elemento sólido de las trece canciones de «La lógica del escorpión» exuda un destilado venenoso de un aprendizaje tan perverso como entrañable, ese que te aleja de la mediocridad, del conformismo, de destruir las condiciones que te mantienen a flote. Una pobre antena que se levanta, capta en la atmósfera el tránsito de una información tramposa y absorbente, para luego transmitir un resultado de una belleza fatal y certera como un aguijón. Resumir, asumir y rezumar, finalmente, para seguir hablando de Charly García, para seguir hablando a tu corazón.


HERNÁN SCHILLAGI (inédito)

martes, 10 de septiembre de 2024

Un poema nocturno

 

 ROPA NOCTURNA


la noche ha oscurecido el patio
y tiendo la ropa a la luz de las estrellas
no hay camisas o pantalones aquí
solo arrugas para equilibrar sobre la soga
dudas para despertar la humedad
que se acurruca como ese niño
ante un canto que promete el sol
un abrigo propio un corazón que se parte
y comparte hasta la calma «te protejo»
le digo «pero no te comprendo»
por eso salgo a entender la noche
para que todo calor antiguo y lejano
atraviese el universo hasta mi casa
y evapore cada vacilante palabra
la doble sin culpa y la guarde en un cajón

HERNÁN SCHILLAGI (inédito)


domingo, 2 de junio de 2024

Un poema desde el hielo

 


destino polar

 

 has atravesado el frío
de cemento y llovizna
pero el que se corta es tu cuerpo
que deja señales de duda en el camino
y piensa que llega a algún lado
como creyó frederick cook
al alcanzar el polo norte y del error
hizo una victoria fantasma

el frío has atravesado
con el gesto de un explorador
que busca ese magnetismo que se le niega
esa desorientación desbocada y feliz
que guía hasta la ceguera
hasta la revelación hasta el mismo centro
del miedo del hueso del hielo
que se parte y al mirar en su interior
es miedo otra vez

 

HERNÁN SCHILLAGI (inédito)

miércoles, 1 de mayo de 2024

Hasta la lectura, siempre

 


Cuánta tranquilidad para tomar ese café negro, para preparar ese mate amargo, para regar ese helecho. No hay sorpresas en cada gesto, pero lo conocido reconforta. Los autos pasan con estruendo para llegar hasta sus obligaciones cotidianas y la bocina del tren se escucha a lo lejos como si anunciara algo fugaz y feliz. Entonces, nada puede salir mal en un día así. Sin embargo, entra una notificación que hace estremecer tu teléfono, una foto conocida se actualiza en los portales y esta fecha anodina viene a completar otra inicial. Todo se desmorona: ha muerto un escritor.

Sí, un autor que has leído desde siempre y que has ido atesorando cada uno de sus libros en un lugar privilegiado en tu biblioteca. Un autor o una autora que se metía en tu bolso antes de emprender cualquier viaje como si fuera amuleto, como si se convirtiera en brújula, como si un dispositivo de localización comenzara a hablarte cuando los cruces de caminos se vuelven imposibles. Parece una cuestión de egoísmo, pero alguien lo tenía que preguntar de una buena vez: ¿qué hacemos los lectores cuando se nos muere uno de nuestros poetas amados o alguno de nuestros escritores favoritos?

La primera de las respuestas —no por obvia, menos relevante— está a la vista sobre la mesa: los libros. El consuelo de saber que esa posible desaparición física puede aferrarse con uñas y palabras entre las páginas de una novela, entre los versos de un poema que nos conmueve y moviliza a tipear frases para compartir con el planeta digital. Los muros e historias se pueblan de despedidas lacrimógenas y sinceras, de fotos en una presentación, como también de comentarios que subrayan lo «afortunados» que somos los lectores de tener como refugio ese legado imperturbable llamado obra. Patrañas. ¿Lloramos por la persona física o por lo que no va a escribir más?

Los escritores son los seres que mejor se preparan para la muerte. Quienes los leemos con devoción asistimos a una existencia intensa que promete una «segunda vida» como en los juegos electrónicos. Es decir, una extensión de las experiencias por otras vías: la emoción, la catarsis, la revelación, la incomodidad. «Vivo en conversación con los difuntos, / Y escucho con mis ojos a los muertos…», advierte con precisión de soneto el gran Quevedo. Buscar inmortalidad de librería de viejo, saldos en un cajón perdido y abandonado donde una perla se oculta en la hojarasca, invocar entre las páginas un abecedario que haga resucitar la mano que pulsó cada tecla, porque «Un libro abierto también es la noche», decía Marguerite Duras. Pero iba a escribir «dice», en un presente discontinuado, fantasmal y concreto, ya que las letras de molde y la fuerza vibrante de la frase niega el pretérito, esquiva las paladas de tierra y se refugia en una intemperie cargada de palabras que brillan en las sombras. ¿Y un escritor muerto qué es? Liliana Bodoc, que siempre indagaba en el reverso de las respuestas se animó a sugerir: «Toda criatura se cansa un día de cruzar ríos; entonces pide reposo. Pero no sé de ninguna criatura que se canse de amar, y pida odio…».

Me acerco así hasta la biblioteca, la salamandra crepita en la oscuridad y da un calor que se fagocita a sí mismo. Enciendo la luz y el efecto ilusorio dura apenas un segundo, pero hiela el corazón. No estoy mirando los estantes de libros ordenados uno al lado de otro, estoy viendo una pared de nichos con su frialdad de losa marmórea y sus nombres desamparados. «Sin duda eres una persona precaria y dolida, un hombre que lleva una herida en su interior desde el principio mismo (¿por qué, si no, te has pasado toda tu vida adulta vertiendo palabras como sangre en una hoja de papel?)...», me descubre Paul Auster desde su «Diario de invierno», justamente.

Los lectores, por lo tanto, viudos del olvido, saqueadores de tumbas, adictos a la exhumación, cazadores de sombras rapaces, niños caprichosos sin resignación, iletrados de la muerte; veníamos con temor tomándole el pulso a ese escritor que hacía veinte años que no publicaba una novela decente, controlando el oxímetro a ese poeta que parecía una fotocopia de su antiguo brillo verbal, pero con la expectación de que esa vida extenuada y decadente pudiera darle a la nuestra —gris y sin gracia— una alucinante razón de seguir en este mundo. La muerte no solo disimula los errores del que nos deja, sino que también pone en evidencia las faltas de los que nos quedamos entre lágrimas. No hay duelo posible en la lectura, nada más resta el desafío o la rebelión —como pedía Pizarnik— de mirar una rosa (o un libro, agrego yo) hasta pulverizarse los ojos.

 

 HERNÁN SCHILLAGI, inédito