miércoles, 1 de mayo de 2024

Hasta la lectura, siempre

 


Cuánta tranquilidad para tomar ese café negro, para preparar ese mate amargo, para regar ese helecho. No hay sorpresas en cada gesto, pero lo conocido reconforta. Los autos pasan con estruendo para llegar hasta sus obligaciones cotidianas y la bocina del tren se escucha a lo lejos como si anunciara algo fugaz y feliz. Entonces, nada puede salir mal en un día así. Sin embargo, entra una notificación que hace estremecer tu teléfono, una foto conocida se actualiza en los portales y esta fecha anodina viene a completar otra inicial. Todo se desmorona: ha muerto un escritor.

Sí, un autor que has leído desde siempre y que has ido atesorando cada uno de sus libros en un lugar privilegiado en tu biblioteca. Un autor o una autora que se metía en tu bolso antes de emprender cualquier viaje como si fuera amuleto, como si se convirtiera en brújula, como si un dispositivo de localización comenzara a hablarte cuando los cruces de caminos se vuelven imposibles. Parece una cuestión de egoísmo, pero alguien lo tenía que preguntar de una buena vez: ¿qué hacemos los lectores cuando se nos muere uno de nuestros poetas amados o alguno de nuestros escritores favoritos?

La primera de las respuestas —no por obvia, menos relevante— está a la vista sobre la mesa: los libros. El consuelo de saber que esa posible desaparición física puede aferrarse con uñas y palabras entre las páginas de una novela, entre los versos de un poema que nos conmueve y moviliza a tipear frases para compartir con el planeta digital. Los muros e historias se pueblan de despedidas lacrimógenas y sinceras, de fotos en una presentación, como también de comentarios que subrayan lo «afortunados» que somos los lectores de tener como refugio ese legado imperturbable llamado obra. Patrañas. ¿Lloramos por la persona física o por lo que no va a escribir más?

Los escritores son los seres que mejor se preparan para la muerte. Quienes los leemos con devoción asistimos a una existencia intensa que promete una «segunda vida» como en los juegos electrónicos. Es decir, una extensión de las experiencias por otras vías: la emoción, la catarsis, la revelación, la incomodidad. «Vivo en conversación con los difuntos, / Y escucho con mis ojos a los muertos…», advierte con precisión de soneto el gran Quevedo. Buscar inmortalidad de librería de viejo, saldos en un cajón perdido y abandonado donde una perla se oculta en la hojarasca, invocar entre las páginas un abecedario que haga resucitar la mano que pulsó cada tecla, porque «Un libro abierto también es la noche», decía Marguerite Duras. Pero iba a escribir «dice», en un presente discontinuado, fantasmal y concreto, ya que las letras de molde y la fuerza vibrante de la frase niega el pretérito, esquiva las paladas de tierra y se refugia en una intemperie cargada de palabras que brillan en las sombras. ¿Y un escritor muerto qué es? Liliana Bodoc, que siempre indagaba en el reverso de las respuestas se animó a sugerir: «Toda criatura se cansa un día de cruzar ríos; entonces pide reposo. Pero no sé de ninguna criatura que se canse de amar, y pida odio…».

Me acerco así hasta la biblioteca, la salamandra crepita en la oscuridad y da un calor que se fagocita a sí mismo. Enciendo la luz y el efecto ilusorio dura apenas un segundo, pero hiela el corazón. No estoy mirando los estantes de libros ordenados uno al lado de otro, estoy viendo una pared de nichos con su frialdad de losa marmórea y sus nombres desamparados. «Sin duda eres una persona precaria y dolida, un hombre que lleva una herida en su interior desde el principio mismo (¿por qué, si no, te has pasado toda tu vida adulta vertiendo palabras como sangre en una hoja de papel?)...», me descubre Paul Auster desde su «Diario de invierno», justamente.

Los lectores, por lo tanto, viudos del olvido, saqueadores de tumbas, adictos a la exhumación, cazadores de sombras rapaces, niños caprichosos sin resignación, iletrados de la muerte; veníamos con temor tomándole el pulso a ese escritor que hacía veinte años que no publicaba una novela decente, controlando el oxímetro a ese poeta que parecía una fotocopia de su antiguo brillo verbal, pero con la expectación de que esa vida extenuada y decadente pudiera darle a la nuestra —gris y sin gracia— una alucinante razón de seguir en este mundo. La muerte no solo disimula los errores del que nos deja, sino que también pone en evidencia las faltas de los que nos quedamos entre lágrimas. No hay duelo posible en la lectura, nada más resta el desafío o la rebelión —como pedía Pizarnik— de mirar una rosa (o un libro, agrego yo) hasta pulverizarse los ojos.

 

 HERNÁN SCHILLAGI, inédito

domingo, 31 de marzo de 2024

El poema es el otro




los mejores días
 
                            Pero entendió que el mundo
sólo había esperado un cadáver, no un poema…
Joaquín Giannuzzi
 
cómo una lluvia artera convierte
el cemento brotado de aceite
la frescura del cantar de los pájaros 
el verde trémulo de los árboles
en el hecho maldito de un país sin pies
ni cabeza para entender esta humedad
que se adhiere irracional a la voz
y cada palabra es una pasta oscura
que transita como sudor por las piernas
sube hasta los brazos se condensa en el pecho
y toma por asalto toda la boca
para decir «la sangre la sangre
es del otro» 
 
HERNÁN SCHILLAGI, inédito

 

Un poema delator


 
 
balada poderosa
 
llega el viernes y como un rocío secreto
se demora en cada hoja del almanaque
se evapora entre las horas y es un anhelo
que brilla en la punta de la lengua
con saliva de otro cuerpo
para soltar las costras de una semana
las sombras de una guadaña
que se afila contra las dudas
el viernes llega y solo es viernes
cuando la partitura de la noche
se enciende poderosa con una balada
que debe interpretarse con la cabeza en alto
el corazón en el cuello y las manos
que imprimen acordes en el aire
para sostener un guitarra invisible
comprender un dolor que canta
como un señuelo como algo oculto
en cada delación
 
 
HERNÁN SCHILLAGI, inédito

sábado, 9 de marzo de 2024

Una página amarilla

 

Escribo para no secarme. Las palabras no solo riegan de tinta estos papeles, sino que son una llovizna absurda en alguna parte de mi cuerpo. Mi cuerpo es un desierto que espera en silencio la condensación de las palabras. Mi cuerpo, además, con el tiempo transformó sus hojas en estas espinas. Quiero aprovechar hasta el máximo la humedad que trae cada sustantivo, cada adjetivo, cada verbo. También cada error. Porque la humedad es un secreto alojado en una zona de fertilidad, en un área exuberante, golosa de historias e imágenes sensoriales, falaz hasta el encantamiento. Por eso escribo para no sacarme.

Mi cuerpo, otra vez mi cuerpo. En mi plan por esquivar la sequía, juego al Scrabble en solitario, esparzo las fichas en el tablero y planifico un cementerio de cruces con mis cuentos caídos en batalla, todas las sopas que tomo son de letras, con poemas hirvientes que no bajan más allá de la garganta, resuelvo el crucigrama que viene con el diario o las revistas dominicales con el mismo gesto del que mira la noche y cuenta las estrellas hasta dormirse. Así, incorporo una manera anacrónica de nombrar al revés la realidad: primero el significado y luego la etiqueta. Cuando no puedo descubrir un  término —un dios nórdico, un elemento de la tabla periódica, una isla griega— me vuelvo áspero y el cielo se me viene encima. Entonces cierro los ojos y las palabras atraviesan sin pudor mi lengua, la fatigan como un páramo, como si fuera un destino sin suerte. Sacudo libros, paso las páginas con el corazón en la boca, intento robar trucos verbales, escarbo en cada figura tonal, miro frases de reojo: «Quizás / hubo un proyecto distinto para mí / en alguna probable lotería / y mi número no salió...», me liquida Joaquín Giannuzzi en unos versos que escribió a punto de cumplir cincuenta años. Las certezas son un regalo que nadie quiere abrir.

Escribir es la mejor esclusa para estar solo. Las palabras pasan como barcos de un lado a otro del lenguaje y el nivel de desesperación las hace flotar o hundirse; las puertas se abren, se cierran y sueltan el aliento que nos mantiene de pie. Escribir es la mejor excusa para hablar solo. El problema, pues, lo tienen aquellos que se disponen a escuchar y darle un significado. Recuerdo a ese personaje de Cortázar en el cuento «Una flor amarilla», monologa sin parar hacia un interlocutor, con la cabeza embotada de alcohol y de penas, y le relata una historia del futuro que se murió en el pasado. Se ha encontrado en el colectivo con un niño tan parecido a él que, tal vez, repita sus alegrías, aunque también lo sospecha condenado a multiplicar su mediocridad hasta el infinito. Un mundo de dobles secretos que nos garantiza la inmortalidad y el castigo. ¿Escribir es buscar un replicante que termine entendiendo esa sed que nos devora por dentro? Solo la belleza, la simple como una flor o una página, la que no ostenta oropeles ni fuegos artificiales, ¿será la que nos justifique el tránsito por esta roca perdida en el espacio? Escribir es perdonar. También, todo lo contrario.


HERNÁN SCHILLAGI, inédito

 

viernes, 8 de diciembre de 2023

Un poema nuclear

 


 

bosque rojo


el dato llega tarde «la cercanía mata»
así vas oscuro entre los árboles
para arder con el color de la flama
y la vergüenza de la piel que te recubre
las venas el corazón los sueños
vas entre carteles negros y amarillos
que te alertan del eco nuclear de los lobos
del vuelo en blanco de las golondrinas
vas hacia un peligro pasado en el futuro
un follaje herido por la radiación
crece de pie ante el desastre
como los cientos y cientos de pinos
que rodeaban la central de chernóbil
y quedaron atrapados en el rojo candente
de un atardecer que aún no se termina
como no se termina de disipar aún
la nube de sangre que anida en tu pecho
 
HERNÁN SCHILLAGI, inédito