
Un día de reyes cuando finalizaban los ’80, mi abuela nos regaló a mi hermano y a mí un caleidoscopio a cada uno. Tal vez Melchor, Baltazar o Gaspar habían desplegado sus dotes manuales, pero nos miramos cómplices con mi hermano y corrimos hasta la vereda para sentarnos en la acequia con los pies colgando.
El agua corría fresca y nos mojaba los cordones desatados. Nos pusimos sin más a mirar el sol del verano. No éramos dos idiotas, como dice la canción de Spinetta, sino que girábamos el cilindro de cartulina para descubrir las formas geómetricas que, según nos habían prometido, jamás iban a repetirse.
Al comienz
o sentía cómo pasaban los autos y los micros, pero una flor de colores inquietantes se me presentó en el aire para abducirme como una nave espacial. Luego se formó un arcoiris de bolsillo, una vuelta más y el ojo vidrioso de un dragón me vigilaba. Hasta que sentí que me tocaban el hombro y, aún con los reflejos multicolores en mi retina alucinada, mi hermano extendió la palma y me dijo: “Mirá, lo desarmé y adentro tiene unos pedacitos de vidrio, tres lentejuelas y unos trapos. ¿A ver el tuyo?”.
